El Lejano Oeste, ese tiempo y lugar mítico que ha sido objeto de estudio de los más distinguidos artistas desde que el cine es cine. El western y el séptimo arte siempre han cabalgado juntos, aunque el primero ya comenzaba a languidecer cuando apenas se iluminaban las primeras pantallas en el también lejano Café de Paris. Uno, salvaje e indómito; el otro, civilizado y sofisticado. Parecían irreconciliables, incompatibles por naturaleza, pero hallaron un punto en común que los unió inexorablemente: el caballo. Es el corcel la criatura más fotogénica del reino animal, sus esbeltas formas y noble semblante crearon un aura que continúa embelesando a la cámara. Ver un caballo al galope es cosa majestuosa: Eadweard Muybridge ya lo entendió así cuando, años antes del invento de los Lumière, recogió una serie de imágenes de un jinete que dieron a luz la ilusión de movimiento. Animal, por cierto, que puebla las vastas llanuras norteamericanas gracias a las expediciones españolas del siglo XVI, como la de Juan de Oñate, Pánfilo de Narváez o Núñez Cabeza de Vaca.



El western ilustra dilemas universales, duelos épicos, tragedias monumentales y aventuras tan grandes como la vida misma, con parajes naturales no menos grandes como telón de fondo. Un género esencial que ha ido evolucionando, reciclándose, con el paso del tiempo: del clásico al crepuscular, pasando por el western psicológico, el musical o el urbano. El cine del oeste es el arca donde caben todos los cinéfilos…

 

Hoy, en Universo Lumière, rescatamos tres westerns injustamente olvidados por la historia del cine. Sin más dilación, preparad las alforjas, limpiad el revólver y ensillad el caballo, ¡nuestra aventura comienza!

 

WICHITA (1955)

 

Al camaleónico Jacques Tourneur se le recuerda por su valiosa aportación al noir y al cine de terror, también por su vena aventurera con El halcón y la flecha (1950) o La mujer pirata (1951), donde Jean Peters y Debra Paget mantuvieron un duelo arrebatador. El francés fue, además de un prolífico autor, un maestro de las sombras y rey de la serie B que ha influido sobremanera en la nueva ola de terror de Ari Aster, Eggers y compañía. Sabía fabricar imágenes de poderoso influjo psíquico; inquietaba como nadie al espectador. Sin embargo, poco se habla de su faceta western que contempla obras magníficas como Tierra generosa (1946), Estrellas en mi corona (1950) o la que hoy tratamos, Wichita (1955) —no se preocupen, las otras las abordaremos en futuros capítulos de la serie—.


 

La película en cuestión sigue los orígenes de esa figura heroica llamada Wyatt Earp. El célebre marshall y pistolero es un enigmático forastero recién llegado a la floreciente ciudad ganadera de Wichita en Kansas. Allí se encuentra con una comunidad pujante en lo económico y alegre en lo social; el viento sopla a favor de sus gentes, siendo el destino ideal para visionarios, empresarios o juerguistas. Como reza su lema: «¡Todo vale en Wichita!»

 

Desgraciadamente, ningún progreso viene sin desafíos y en el caso de Wichita es la violencia en sus calles. La prosperidad llama a oportunistas, ladrones y forajidos de gatillo fácil y sedientos de dinero. Wyatt, al que el público conocerá por sus numerosas heroicidades, es un interrogante para los habitantes de la ciudad; un interrogante con piernas y cartuchera. 

 

La historia presenta el eterno debate sobre la obligación del hombre recto. ¿Qué concesiones morales estarías dispuesto a ceder a cambio de vivir tranquilamente? Earp parece tenerlo claro: está cansado de ser un errante taciturno, llevar la placa le ha hecho mella y desea empezar de cero; busca una segunda oportunidad. Su intención, aunque firme, choca frontalmente con la realidad. Vemos pues a un héroe luchando consigo mismo y con su instinto de salvador —interesante reflexión que muchos otros títulos de la época evitaban como la sarna—. A su alrededor giran personajes secundarios bien caracterizados: del capataz engreído al alcalde cobarde o el editor del periódico local sumido en el hartazgo. Un buen elenco de personalidades recorre las polvorientas calles de Wichita, cada uno con sus matices y tonalidades. El guion de Daniel B. Ullman es sencillo en lo narrativo, pero profundo en lo emocional, algo que distingue este de un western comercial cualquiera.


 

Y es que detrás hay un malabarista de la producción como Tourneur, alguien que con los recursos justos hacía magia; formidable donde los haya. Aquí realiza un despliegue encomiable de medios gracias a su ingenio con la escenografía y el encuadre. Cómo sino se explica que el escenario rebose vida y color cuando este se rodó en el patio de atrás de Hollywood. Solo basta una escena para entender de lo que estoy hablando: la jauría de vaqueros a caballo dejando la ciudad hecha un queso gruyere. Una secuencia caótica que muestra la violencia gratuita habitual en el far west; sin duda algo por lo que merece la pena ver la película. 

 

Para mi gusto, Joel McCrea ha personificado mejor que nadie el espíritu del incorruptible Wyatt Earp. Un actor curtido en la serie B que le aguantaba el tipo al más pintado y no se le caían los anillos por compartir estrella con la Colbert o Jean Arthur; las malas lenguas decían que cogía los papeles que rechazaba Gary Cooper, pero la historia del cine tiene una plaza de prestigio reservada para él. En Wichita lleva la voz cantante: impone su ley, estoico y sereno, no se mueve una paja sin que él lo diga. Una mirada le basta y le sobra, ¡qué tío el McCrea! Su sutileza frente a la cámara complementa la de Tourneur en la retaguardia, un dúo que dio más de una alegría al género.

  

EL RASTRO DE LA PANTERA (1954)

 

En lo más profundo de las montañas, escondida en las nieves que reinan sus cumbres, habita la peligrosa pantera negra, una bestia que ataca al ganado y aterroriza a los colonos que se aventuran por dichas tierras. Nadie ha visto a la pantera, más todos sufren su marca; la marca del odio impresa en su corazón, una obsesión que acecha sus pensamientos.

 

William A. Wellman fue un personaje único en Tinseltown, un hombre intrépido y rebelde que aterrizó en Hollywood por casualidad, ganándose el mote de “Wild Bill”. La historia de su vida da para película: nació en el seno de una familia acomodada, pero él era anárquico, revoltoso y ladronzuelo, metiéndose frecuentemente en líos con la autoridad. Quería conocer los límites del riesgo, así que se alistó en el ejército y sirvió en la I Guerra Mundial como piloto de la aviación francesa. Allí se ganó la reputación de temerario, un héroe loco que se ganó la admiración y el reconocimiento de las fuerzas aliadas, quienes le otorgaron la Cruz de guerra a sus méritos; ¡casi nada!

 

Esta es solo una pequeña parte de su enorme biografía, que acabó un 9 de diciembre de 1975 con 79 primaveras. Por el camino, fue apadrinado por el mismísimo Douglas Fairbanks; recorrió de cabo a rabo los entresijos del cine mudo, primero como actor y después como director; y ostenta el honor de haber dirigido la primera película oscarizada de la historia, Alas (1927), un homenaje a sus días surcando los cielos que continúa siendo uno de los espectáculos más vibrantes e innovadores que Hollywood haya parido.

 

Wellman fue un canalla, un vividor y un donjuán, pero también un cineasta de bandera de la quinta de los Ford, Walsh y Hawks, señores que vivían el cine como su vida; siempre con hambre de descubrimientos. Aventureros de la cámara que continúan inspirando a esos jóvenes díscolos que quieren destilar su carácter en la gran pantalla. 

 


El rastro de la pantera (1954) es su obra más extraña y fascinante de su etapa tardía. Un western inclasificable que esconde, no tan discretamente, un tempestuoso melodrama con tintes genuinos de terror y que cuenta la historia de una familia malavenida que vive en una desvencijada granja en los bosques nevados de Montana. El negocio familiar atraviesa un mal momento: el paterfamilias es un viejo verde y borrachín que gusta de babosear a la joven prometida de su hijo menor, interpretado por Tab Hunter; los otros dos hermanos, Curt (Robert Mitchum) y Gracie (Teresa Wright) se llevan a cara de perro, uno por ser un cruel abusón de vena autoritaria y la otra por vivir encerrada en un mundo de frustraciones y fracasos vitales. A ellos los acompaña su anciana madre, una señora agria y rencorosa que siembra la semilla de la discordia tras de sí.

 

La principal baza de este claustrofóbico western es, sin duda, su elenco de personajes a cada cual más retorcido. No hay conversación que vaya sin segundas, palabras afiladas como témpanos de hielo que penetran el corazón de quien las escucha. Un trago amargo que deja un regusto nauseabundo en el espectador, que no puede apartar la mirada porque reconoce como propias algunas de las situaciones de la película; y es que El rastro de la pantera ilustra los comportamientos más nocivos de la especie humana. 

 

El guionista A.I. Bezzerides era un sospechoso habitual del cine negro, género al cual contribuyó con joyas como La pasión ciega (1940), La casa en la sombra (1951) o El beso mortal (1955) entre otras. El rastro de la pantera es una rara avis en su carrera, una historia que pone los pelos de punta y muestra la cara más vil de nuestra humanidad.

 

La misteriosa pantera es la sombra que se cierne sobre las almas perdidas de la familia Bridges. El tratamiento diríase cercano al slasher: un grupo selecto de personajes enfrentados entre sí que quedan atrapados con un enemigo omnipotente. Es Alien, es Jason o Freddie ambientado en un lugar del ¿Lejano Oeste? más allá de la frontera de la cordura, donde la mente juega al trile con nosotros y vemos enemigos por todas partes.


 

Robert Mitchum realiza un papel desasosegante, siguiendo su deterioro mental como un goteo lento que permea bajo su apariencia de tipo duro —pocos como él han representado mejor esa imagen— refleja ese miedo primitivo, la vulnerabilidad más aterradora que existe. También cabe destacar las actuaciones de Teresa Wright, actriz soberbia que ocultaba una gran tribulación tras su rostro angelical; Beulah Bondi, la viejecita que alegraba cualquier reparto o lo amargaba, como es el caso; y Philip Tonge, el mencionado padre padrone, hiriente en su indolencia y vicioso como ningún otro miembro de la familia. 

 

Wellman factura una película rabiosa y pasional con la que el respetable se verá reflejado sin remedio. Un ensayo sobre la violencia en todas sus monstruosas formas; nunca deja de nevar en las almas donde habita la pantera negra.

 

P.D. Dato curioso para los aficionados más empedernidos: en el puesto de director asistente encontramos a Andrew V. McLaglen, un artesano que a la postre aportaría su granito de arena al género. 

 

LOS CAUTIVOS (1957)

 

Pat Brennan (Randolph Scott) es un humilde vaquero entrado en edad que trabaja su rancho en Sasabe, Arizona. Brennan vive dedicado a su ganado, escaso por el momento, haciendo negocios con viejos amigos de la región con el fin de incrementarlo. Así nos presenta Budd Boetticher, un ingenioso zorro viejo del cine, este áspero western de hombres rudos y curtidos en la soledad del desierto. Al igual que Tourneur, Boetticher sabía aprovechar cada centavo del presupuesto, logrando auténticos milagros que ni siquiera el tiempo se atreve a alterar. Boetticher fue un auténtico especialista, él entendía mejor que nadie los códigos del Oeste, su mitología y las cargas emocionales que pesaban sobre los (anti)héroes y encontró en Randolph Scott el prototipo perfecto.


 

En una industria dominada por los melodramas y las comedias screwball, Scott encontró acomodo en la segunda fila donde convivían en armonía el western, el noir y el cine de aventuras. Era una época dorada, floreciente para el séptimo arte, había pastel para todo aquel que lo buscara. Scott inició su carrera en la Paramount junto a nombres ilustres como Cary Grant —los cuales forjaron una bonita amistad—, pero no compartió su misma suerte. Durante años fue dando tumbos entre la RKO, la Fox y multitud de estudios de distinto pelaje, alternando papeles secundarios con otros protagonistas, hasta consolidarse en los años 40 como el rostro impasible del Oeste. Se destapó como un fantástico sheriff de película, perfecto para dar vida a cowboys de intachable reputación.

 

Los cautivos (1957) marca su segunda colaboración con Boetticher de un total de siete. El título cuenta además con la inestimable presencia de Richard Boone, otro actor del clan ‘feo, fuerte y formal’ que nos regala un villano memorable por los que llegamos a sentir una pizca de simpatía, porque en el fondo solo es un pobre diablo al que la vida no le ha sonreído. Boetticher dedica su filme a todos los perdedores del Oeste: los bala perdida, los galanes de traje alquilado y tomates en los calcetines, los forajidos desengañados y las solteras recalcitrantes. Una desmitificación cruda y descarnada que encuentra cierto placer sádico en vapulear a sus personajes, arrastrarlos por el fango y hundirlos en la miseria antes de jugar a la ruleta rusa con sus vidas. No hay cabida para la moral en el paisanaje que dibuja Boetticher y que décadas después inspiraría a los Siegel, Eastwood y Peckinpah. Aquí empatizar es el resultado de no sentir repulsa, no de mayestáticas heroicidades.



La puesta en escena es árida e inclemente, destacando dos secuencias como ejemplo de ello: una es la de apertura, cuando Brennan llega baldado y sudoroso a una estación de paso donde el dueño le cuenta sus desgracias; la otra, cuando emprende el camino de vuelta a casa tras perder su caballo en una apuesta. Vemos que vaya donde vaya, el infortunio acompaña al protagonista. Incluso cuando el guion nos da un respiro va siempre con retranca. Boetticher presenta un mundo trágico, harapiento, del que todos quieren huir. De ahí que el villano Boone sea un poco menos malo y el héroe Scott un poco más humano. 

Yo apenas levantaba dos palmos del suelo, tenía la edad de la ternura en la que conceptos como la amistad y la familia todo lo regían. Fue en aquellos años de hermosa sencillez, cuando menos conocemos del mundo y más conectados nos sentimos a él, donde la magia de lo cotidiano brillaba en cada instantánea que mis ojos capturaban. Despreocupado por los avatares de la adultez, cada día era una invitación a vivir una emocionante aventura.


Siendo como era un pequeño amante del cine, hechizado por la extraordinaria atmósfera de la sala, mi caprichosa mente buceaba por los pasillos del videoclub y la cartelera de mi barrio en busca de sensaciones nuevas y cómo no, el cine de animación siempre me acompañaba. Películas de la factoría Disney y la emergente Pixar colmaban mis ansias por descubrir fascinantes mundos en los que perderme, refugios de la mente contra la incipiente responsabilidad que amenazaba ya con instaurarse. Feliz e inconsciente, dichosos los días de dulzura y diversión, desconocía que estaba en una carrera contra el tiempo.

 

Las experiencias más bonitas a veces ocurren por casualidad; y así fue como cayó entre mis manos una cinta VHS —pequeña en tamaño, enorme en contenido— con una portada azul celeste y un título singular: El viaje de Chihiro. En el centro de la caratula, un precioso dragón plateado acompañaba a dos niños, mientras al fondo se alzaba un imponente templo. «Te hará soñar», prometía el subtítulo de la película y de pronto sentí un deseo irrefrenable, debía verla costara lo que costara —o para ser precisos, lo que les costara a mis padres—. 

 

De haberla descubierto en mi adolescencia mi vista seguramente se hubiese fijado en el nombre de su autor o los premios que había cosechado, todos ellos elementos irrelevantes para un guaje que solo deseaba soñar. Dos décadas después y océanos de realidad mediante, regreso a esta maravillosa obra con la esperanza no ya de analizarla, sino de reencontrarme con ese crío y quién sabe si soñar juntos de nuevo…


 

Studio Ghibli estrenó El viaje de Chihiro (2001) apenas cuatro años después de consagrarse con La princesa Mononoke (1997), considerada por muchos como la obra magna del anime. Su creador, Hayao Miyazaki, coqueteó con la idea de jubilarse tras completarla, pero todo cambió unas vacaciones de verano en la campiña acompañado de su familia y amigos. Estupefacto ante la pésima calidad del manga juvenil, romances edulcorados en su mayoría, se decidió a crear un nuevo referente. Un cuento que despertara su creatividad e inquietara sus precoces mentes.

 

Así nació Chihiro, una niña que se muda de casa a regañadientes y acaba viviendo la experiencia más transformadora de su vida. Una aventura de fantasía inspirada en clásicos como Alicia en el país de las maravillas o El mago de Oz, historias destinadas a un público infantil que a su vez invitan al adulto a abrir miras, expandir horizontes y aliviar la carga que entorpece nuestro andar; porque tan necesario es dar el paso a la madurez como hacerlo sin perder ese espíritu inocente que nos evoca los valores esenciales.

 

Cada vez vivimos más apresurados, azuzados por una sociedad atrapada en la incesante rueda consumista; nos hemos vuelto yonkis y camellos, siempre ávidos de más, crispados sin motivos. Llevamos demasiado tiempo andando a marchas forzadas y la fatiga es manifiesta; emprendimos un viaje sin pensar siquiera adonde íbamos. Hemos perdido la armonía y a falta de un significado, nos entregamos al presentismo hipertrofiado... ¿hasta cuándo? En El viaje de Chihiro, Miyazaki aboga por una vuelta a los orígenes, de forma que hallemos la llave que desbloquee nuestro verdadero yo. 

 

Chihiro es una pequeña asustadiza, quejica y mimada que vive a la sombra de sus padres, Akio y Yuko. Los tres representan el prototipo de familia japonesa “occidentalizada”: unos consumistas exacerbados que han vendido sus raíces a cambio de lujos y excesos. No será hasta que invadan por accidente el reino de los dioses que la pequeña comience a valerse por sí misma, descubriendo el valor de la amistad, el sacrificio y la humildad. 



Su viaje es una odisea que forma carácter y nutre el alma del espectador sin importar edad, género o credo. Miyazaki inunda la película de lecciones universales y una gota del misterio mismo de la vida. A lo largo de su estancia en el otro mundo, Chihiro se verá sometida a duras pruebas, mediante las cuales aprende a respetar y hacerse respetar, a superar sus miedos y amar por encima de todo. Allí forjará también un poderoso vínculo con otro niño de pasado incierto llamado Haku. Juntos recorrerán el angosto sendero hacia la madurez, descubriendo más sobre sí mismos de lo que jamás hubieran logrado por separado. 

 

Miyazaki aprovecha la narrativa occidental para acercar la identidad japonesa tradicional tanto a los nacionales escépticos como al extranjero. El legendario realizador, cuyo bagaje incluye films tan europeos como Lupin III (1979) o Porco Rosso (1992), fusionó lo mejor de ambas culturas para crear una obra única en fondo y forma, pura alquimia cinematográfica.

 

Una de las características de su proceso creativo —que diferencia su obra del resto de autores contemporáneos— es que se deja llevar por los cauces de la improvisación, entregándose a sus personajes en lugar de someterlos a su voluntad. Esta es una forma muy sintoísta de entender el cine, no como una herramienta exánime sino como una entidad dotada de vida y personalidad. 


 

El sintoísmo es una religión politeísta nativa de Japón que se basa en la creencia animista por la que todas las cosas, desde la naturaleza hasta los objetos inanimados y los seres humanos, poseen un espíritu o «kami», dioses que habitan la naturaleza por doquier. Un ejemplo es Inari, el dios kami del arroz, pero también del comercio o del zorro, entre otros. Siguiendo los designios de los kami, Miyazaki deja que su mundo visionado crezca más allá de los límites de su imaginación; como una semilla, la película germina y florece hasta convertirse en una hermosa flor.

 

Todo empieza con un monótono viaje en coche. Su padre, un apasionado del motor, conduce como si estuviera poseído por el diablo; a pesar de llevar a su familia dentro, él solo tiene en mente la velocidad, tanto es así que acaban perdidos en medio de un bosque —recordad, las prisas jamás fueron buenas consejeras—. Qué extraño, piensa, este lugar no figura en ningún mapa y sin embargo ahí están. Como por arte de magia, un enigmático edificio se erige de entre los árboles, cortando su camino, ¿puede ser un vestigio de una sociedad extinta? Tal vez lo averigüen entrando en el túnel que sirve de entrada. Parece cosa del destino o puede que de una dirección equivocada.


 

¿Qué hay pues al otro lado del túnel? Esta ancestral pregunta, fuente de inquietud inagotable para la Humanidad, encuentra aquí respuesta en armoniosos pastos verdes por los que fluye un sinuoso arroyo de agua mansa y cristalina, un paraíso que solo se atreve a romper un grupo de casas a medio derruir, fatídico recuerdo de que el tiempo estuvo alguna vez allí. La naturaleza corre desbocada, apoderándose de todo cuanto Chihiro, sus padres y el espectador alcanzan a ver. No obstante, este aparente limbo sin principio ni final esconde más, mucho más.

 

Al poco rato avistan un poblado, ¡civilización, al fin! Quizá algún lugareño compasivo pueda indicarles el camino de vuelta, que el edén es muy bonito, pero no hay cobertura. Desgraciadamente, cuando llegan se percatan de que está inhabitado: los negocios se encuentran cerrados, nadie merodea por sus calles ni husmea tras las ventanas de sus hogares. Pareciera aquello una ciudad de juguete. Todo se ve tan tranquilo que resulta escalofriante, la sensación de estar cayendo directo en una trampa; diríase que una maldición o embrujo se cierne sobre el lugar. 


 

Súbitamente, algo despierta a Chihiro del sueño, esa intuición que la sacará en adelante de más de un embrollo advierte que corren un gran peligro si no regresan enseguida. Sus padres no están para súplicas, extasiados con la comida de un puesto sin cocinero ni comensales; es curioso lo fácil que nos pueden engañar si ponemos un poco de nuestra parte. Desatendiendo a su hija, se lanzan al plato cuál león a su presa mientras la joven deambula sola por ese inhóspito lugar.

 

Lejos quedan ya sus padres, convertidos en cerdos debido a su gula, cuando esa tierra baldía cobra vida con secretos y leyendas milenarias. Sobrepasada por la situación y los espectros que saltan a la calle a toque de corneta, Chihiro intenta convencerse de que es una pesadilla, pero solo a través de la aceptación podrá salir viva; de lo contrario se desvanecerá, condenada a vagar hasta la eternidad —de ahí el título en inglés, Spirited Away o como dicen en Japón, kamikakushi, desaparecer tras causar el enfado de los dioses—. Cuando cae la noche y la luna se despierta, arranca un nuevo día para ella, ¿es acaso un rayo de esperanza o el destino a la vuelta de la esquina?

 

Después de sufrir algún que otro traspiés y observar anonadada cómo los hilos de la realidad y la fantasía se entretejen —inolvidable la escena del crucero de dioses atracando en la recién improvisada costa—, Chihiro recobra el sentido del camino a la vez que el espectador comienza a atisbar en ella esa vigorosa fuerza llamada coraje. Un proceso lento y paulatino que revela la determinación de una niña frente a la adversidad.


 

Y así entra en juego el protagonista oculto de la película, un personaje inanimado que alberga tanta o más vida que muchos que dicen tenerla. Hasta ahora no habíamos reparado en él, pero la luz de las linternas de papel pone el foco en una dimensión mágica. Es entonces cuando nuestra mirada se vuelve al auténtico epicentro de la acción: la casa de baños con su laberíntica arquitectura se alza amenazante cual gigante, exhalando un espeso humo negro de sus podridas entrañas de metal y óxido. 

 

Este santuario para deidades recuerda en su estructura a una pirámide social donde se citan los seres de la mitología japonesa; Miyazaki emplea todo su talento artístico en confeccionar un desfile folclórico prodigioso, una explosión de colores en la que cada detalle cuenta, consciente de que entre sus muros ocurrirá la mayor parte de la trama. 

 

Al principio, con el astro aún resplandeciente, la casa de baños nos es presentada como un castillo abandonado, envuelto en misterio y tragedia, como bien puntualiza el padre de Chihiro al poco de entrar en sus dominios: «debe tratarse de un parque temático abandonado, construyeron muchos a principios de los 90, pero todos quebraron a raíz de la crisis económica». 

 

Abramos un pequeño paréntesis, si me lo permitís. ¿Por qué se habla de economía en una película infantil? Para entenderlo, debemos fijarnos en el Japón de finales del siglo XX. En 1991, al abrigo del llamado milagro económico, el país entró en una profunda recesión cuyas consecuencias arrastran aún a día de hoy. Las palabras del padre de Chihiro retratan dos universos en conflicto: la exangüe cultura del Japón antiguo frente a la floreciente sociedad de consumo importada de los EE.UU. Para Miyazaki, este dilema lleva torturando el espíritu moribundo de la nación desde la Segunda Guerra Mundial, conduciéndolo al borde de un precipicio identitario; una situación límite que solo podrá revertir ahondando en su alma. Hay quien esto interprete como un último grito de desesperación de un nostálgico empedernido; personalmente, considero que se trata más de una advertencia, la clásica moraleja que acompaña a toda fábula y que aquí tiene como núcleo el perverso castillo antes mencionado. Dicho esto, continuemos donde lo dejamos.


 

La casa de baños tiene un magnetismo subyugante, un embrujo que atrapa a todo aquel que cruza su puente, único nexo de unión que lo ata a la realidad; casi como si flotara, el gran templo rojo navega por el viento como una cometa. A medida que recorremos sus floridos salones y conocemos a sus variopintas gentes, el mundo salta del lienzo; basta con una chispa de imaginación para prender la llama que alimente los sueños de la infancia.

 

Desde el obrero Kamaji, huraño hombre-araña que trabaja incansable en las calderas hasta la malvada bruja y jefa del lugar, Yubaba, una vieja codiciosa que tiraniza a sus empleados robándoles el nombre —lo cual no es baladí para la cultura japonesa, donde las palabras poseen un poder espiritual o Kotodama capaz de afectar los actos en la vida real—, cada personaje guarda una relación directa o indirecta con Chihiro y son en esas conversaciones, gestos y miradas donde la historia se abre a las preguntas del público como un libro abierto.

 

Por un lado, Yubaba cumple el ingrato papel de patrona opresora, un arquetipo narrativo al que el autor da una vuelta de tuerca en un intento por humanizarla, recurso habitual en alguien poco dado a los maniqueísmos hollywoodienses. No olvidemos que el sintoísmo, religión que profesa, tiene una visión profundamente optimista de la vida, del mundo y del ser humano, así como carece de un bien o un mal en términos absolutos, lo cual nos ayuda a comprender mejor su idiosincrasia. 



La figura de Yubaba es enorme e intimidante, tiene todas las papeletas para ser la villana principal, pero Miyazaki enseguida tumba esa idea, contraponiendo su execrable comportamiento al de sus propios empleados no exentos de corrupción y miseria moral. La película no apunta por tanto a una persona en particular como causante de los males, sino a un sistema envuelto en podredumbre espiritual. Miyazaki no desaprovecha la oportunidad de señalar con dureza los pecados capitales de su pueblo, prueba de ello es el desprecio que demuestra buena parte del personal hacia Chihiro, una humana entre “seres celestiales”. Os suena de algo, ¿verdad? 

 

Pero si hay un personaje, misterioso donde los haya, que ejemplifica mejor la vileza de los trabajadores ese sin duda es Sin Cara. ¿Quién es este extraño ser que acompaña a nuestra protagonista durante buena parte de la aventura? ¿Qué oculta tras su máscara y fachada translúcida? Al inicio del segundo acto se manifiesta como algo o alguien neutro, ingrávido, que se deja ver en todas partes, pero no pertenece a ninguna; cuando Chihiro lo invita a pasar al balneario, pronto descubrimos su verdadero rostro. El hasta ahora inofensivo espíritu se convierte en un huésped iracundo que engatusa al servicio ofreciéndole oro como trampa para devorarlos. 

 

Sin Cara no es más que un reflejo de su alrededor, un mimo que reproduce el comportamiento del común para adaptarse; un espíritu que perturba el ánimo. Fuera del templo, solitario y taciturno, no se diferencia de una sombra, pero todo cambia cuando entra en contacto con el ambiente viciado del templo. Sin Cara es la indeterminación absoluta y terrible en la que muchos adultos tememos convertirnos; ni buenos ni malos, tan solo gente indolente sin rumbo, veletas que cambian con el viento y abúlicas, se oxidan. Años más tarde, Miyazaki afirmó que para crear al personaje se inspiró en el japonés medio, siempre codicioso e insatisfecho que en un acto de bondad el autor redime finalmente. Y es que esta historia es, ante todo, una de autodescubrimiento y salvación, un intento por reconectar con un pasado quizá perdido, quizá olvidado.


 

Proseguimos con la aventura, donde Chihiro, ya alcanzada su madurez emocional y con unos cuantos callos en las manos de fregar suelos y salvar a pestilentes dioses del río —fantástica escena de la bañera que bien valdría un cuento aparte—, intuye que Haku es en efecto el dragón que sirve a Yubaba. La historia de amor entre ambos se fortalece a lo largo del metraje, lenta pero inexorablemente, sus corazones se entrelazan en un amor que trasciende a lo terrenal.

 

¿Quién o qué es este dragón exactamente? Como tantas criaturas que habitan su universo, Miyazaki toma una página de los cuentos de antaño, actualizándolos para las futuras generaciones. Podríamos hablar de tantos: los Susuwatari, unos diminutos yokai con aspecto de hollín que trabajan para Kamaji y vimos fugazmente en Mi vecino Totoro (1988); de Aogaeru, la rana con kimono azul que gestiona los baños y cae el primero en la trampa de oro del Sin Cara; o del Oshira-Sama, el corpulento dios rábano que comparte ascensor con Chihiro. En mayor o menor medida, todos dejan huella en nuestro imaginario, aunque es el legendario mizuchi, un dragón con forma de serpiente alada, quien se lleva la palma.


 

En los poemas del Japón antiguo se cuenta que el mizuchi era un espíritu del agua, una bestia cruel temida incluso por los emperadores a la que un valeroso guerrero daba muerte. Nuevamente, Miyazaki hace un alarde de ingenio transformando esta oscura leyenda en una bella historia que pondrá el colofón al film.

 

En un último acto de amor, Chihiro arriesga su vida por salvarlo. Así se cierra el círculo que comenzó con una mocosa en la noche desvanecida y termina con una joven que mira al futuro con valentía. Dicha evolución se confirma cuando Haku, gran enigma de la película, al fin revela su naturaleza: él no es un niño, como se daba a entender, ni siquiera es humano sino la manifestación de un río en el que la protagonista cayó años atrás, salvándose milagrosamente. Detrás de este milagro resultó estar Haku o mejor dicho el río Kohaku, su guardián protector… con esta hermosa revelación se rompe el hechizo que libera a ambos del más allá.


 

El epílogo, bucólico y esperanzador, muestra a una Chihiro transformada; ya no cae fácilmente presa del miedo, ha abierto su mente a un nuevo horizonte en el que alma y naturaleza forman parte de uno solo, sabedora de que el mundo alberga mucho más bajo la superficie. Atrás quedan los días de caprichos y lamentos, ha recorrido no sin dificultades el camino de los dioses y esa fuerza habita ahora en ella. Antes de irse, Yubaba le devuelve su nombre, pieza fundamental de la identidad según Miyazaki. Felizmente, Chihiro regresa con sus padres reconvertidos en humanos, aunque en su fuero interno sabe que nada será igual, echando la vista atrás para recordar por última vez el lugar al que nunca volverá y siempre la acompañará; porque el viaje, su viaje y el nuestro, jamás termina.

 

No quisiera cerrar este análisis sin mencionar la fabulosa banda sonora que nos regala el maestro compositor Joe Hisaishi. Sobran las palabras para describir semejante triunfo de la música de cine, monumental trabajo que deja para el recuerdo piezas emocionantes, cargadas de un misterio que obnubila los sentidos como A road to somewhere, The Dragon Boy o Procession of the Spirits por mencionar algunas. Por supuesto, cómo olvidarme del tema central de la película, One Summer Day, que recuerda vagamente al de Feliz Navidad, Mr. Lawrence (1983) compuesto por otro ilustrísimo como Ryuichi Sakamoto, que en paz descanse.

 

Para este servidor, redactar estas líneas sobre El viaje de Chihiro ha sido mucho más que un orgullo, ha sido un sueño hecho realidad. La aventura de la escritura puede ser tan maravillosa e insondable como lo fue descubrir esta película en mi infancia y de alguna forma, siento que cada palabra me acerca un poco más a esa versión de mí mismo que tanto atesoro, aun alejándome de ella en tiempo y experiencia. El cine tiene un poder indescriptible para forjar lazos a través del tiempo, reuniendo nuestro yo presente, pasado y futuro en una melancólica sala; porque cada vez que revisitamos una película de nuestra juventud, entablamos una conversación con ese niño que nunca dejamos de ser y eso, amigos y amigas, es la historia de nuestra vida.



10/10: ENCONTRANDO MI CAMINO.